jueves, 25 de septiembre de 2008

SI TE HIEREN, AMADO, EN LA GUERRA…

SI TE HIEREN, AMADO, EN LA GUERRA…

Si te hieren, amado, en la guerra,
escríbeme pronto;
esa misma tarde te contestaré.
Será una respuesta cálida, amorosa:
Si tarde o temprano
las heridas sanan,
el amor perdura,
el amor no cesa.
Tal vez me traiciones
y ames a otra
y lo sepa yo.
Escribe… Te contestaré…
No esa misma tarde,
pero es seguro, la carta enviaré:
Aunque me dure la herida,
aunque mucho sufra y llore,
yo te perdonaré.

Pero en tus cartas jamás te refieras
a otra traición,
traición en la guerra.

A un cobarde no contestaré.
Para los cobardes tengo una respuesta:
Si tarde o temprano
las heridas sanan,
el odio al cobarde perdura,
no cesa.
1941


Yósif Utkin (1903-1944)

miércoles, 24 de septiembre de 2008

El crimen fue en Granada

I

EL CRIMEN
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas, de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico.
-sangre en la frente y plomo en las entrañas-.
...Que fue en Granada el crimen
sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada...

II

EL POETA Y LA MUERTE
Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
Ya el sol en torre y torre; los martillos
en yunque - yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
"Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban...
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!"

III

Se le vio caminar..
Labrad, amigos,
de piedra y sueño, en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!

Antonio Machado

EL HIJO

EL HIJO

¿Me escuchas, Vova? ¿No he llegado tarde?
Hablemos en la brecha hoy con calma.
¿Por qué no nos escribes
ni al padre, ni a la madre, ni a la hermana?

No puedes levantar más la cabeza,
no puedes ya mover tus manos de hombre,
no puedes ya secarte más las lágrimas
ni pueden respirar más tus pulmones.

¿Por qué tus ojos guardan para siempre
ese rotundo azul tan suyo, Vova?
Con tus párpados tristes, calcinados,
¿no volverás a ver ninguna aurora?

Mira a través de las enredaderas
una casa radiante, en fresca sombra.
Mira los puentes sobre abruptas quiebras
que tender tú soñabas. ¡Vaya obras!

Dime, ¿vendrá a verte esta mañana
la que de inquietud llena tu vida,
la de los rizos áureos, la mejor,
la que a nombrar yo no me atrevería?

¿Oyes los cañonazos?
Son los nuestros, en rápida ofensiva.
Sonó la hora. Vova, levantémonos,
vamos a combatir con energía.

Y me responde mi hijo entrañable
- en llamas la cabeza, el cuerpo inerte –
desde la lejanía inabarcable
que atraviesa todos los frentes:

“Déjame en paz, mi padre adorado,
no me llames, querido, no me llames,
que volamos por ruta intransitada
a través de incendios y de sangre.

Los amigos caídos en combate
golpeamos a las nubes con las alas.
Y no podrá volver a este mundo
nuestra escuadrilla amiga y cohesionada.

No sé, padre, si nos encontraremos.
Sólo sé que la lid no ha terminado.
Granos de arena somos tú y yo en el universo,
y más no volveremos a juntarnos.”

EPÍLOGO

Adiós, solo mío. Vida mía, adiós.
Adiós, mi juventud, mi hijo adorado.
Pongamos fin a este relato flébil
sobre el más noble de los solitarios.

Con tus dieciocho años, en el relato quedas.
Solo. Fuera del aire y de la luz.
En el postrer suplicio inenarrable,
sin reposar en eterna quietud.

¡Ay, cómo nos separan los caminos
del tiempo y de los montes escabrosos
que entre tus matas guardan con cariño
tu cráneo roto, cubierto de polvo!

Adiós. De allá no vienen trenes.
Adiós. Y allá no va ningún avión.
Ningún milagro espero, pues los sueños,
mi Vova, sueños son.

Yo sueño que eres pequeño, dichoso,
y vas pisando con tus piececitos
esta tierra que a tantos ha inhumado…
Así termina el relato de mi hijo.

Pável Antokolski

Traducciones de José Santacreu